Un cuerpo sin ver.
Los embajadores, 1533[1]
Hans Holbein der Jüngere
Desde el principio, en la
dialéctica del ojo y la mirada, vemos que no hay coincidencia alguna, sino un
verdadero efecto de señuelo (…) Se muestra que, en verdad, de engañar al ojo se
trata. Triunfo, sobre el ojo, de la mirada (…) Este cuadro invita a quien está
ante él a deponer su mirada, como se deponen las armas. Este es el efecto
pacificador, apolíneo, de la pintura. Se le da algo al ojo, no a la mirada,
algo que entraña un abandono, un deponer la mirada. Si quieren ver (…) no
traten de clavar la mirada en ella. Sólo aparece si se desvía un poco la mirada. (Lacan, 2012, pp. 108-110)
I
Desde
sus inicios Freud se encuentra con cuerpos que ignoraban la anatomía, con síntomas
que hacían vacilar al saber médico y científico de la época. Se deja sorprender
por las histéricas, cuyas presentaciones y expresiones sintomáticas se
constituyen -a partir de la lectura Freudiana- como el efecto de una escritura
histérica.
Así,
el psicoanálisis funda una nueva manera de leer los cuerpos que se precipitan
en una escena dominada por la clínica de la mirada como espectáculo del dolor. Recogemos
las preguntas de Kohan (2022) en este sentido: “¿Cómo fue posible, para Freud
fundar un método ahí donde se trataba, más bien, de un espectáculo que ofrecía
los cuerpos a la mirada? ¿Cómo leer ahí donde se trataba de mirar? ¿Cómo
deponer la mirada (…)?”(p. 56) ¿Cómo se
lee un cuerpo sin ver? ¿De qué mirada estamos hablando cuando se trata de leer
un cuerpo?
A
lo largo de todo el trabajo Freudiano por fundar el psicoanálisis se fue
delimitando un cuerpo ficcional, que está hecho de ficción. Ficción en el
sentido del “modo en que puede articularse un efecto de verdad- un cuerpo
ficcional en su atravesamiento por la palabra: el modo de decir del cuerpo, el
modo de decir el cuerpo, es un decir que pone en escena un texto (…)” (Kohan,
2022, p. 33).
En
este sentido, uno de los grandes descubrimientos Freudianos nos muestra que el
síntoma histérico espera una lectura, un desciframiento. El cuerpo se
constituye al igual que los sueños: como un lenguaje. Dejar de verlos para empezar a escucharlos y leerlos posibilitó
alejar a los cuerpos histéricos del voyeurismo al que fueron sometidos durante años.
Así, la histeria se convertirá en uno de los asuntos más importantes para el
psicoanálisis, pero esto a condición de dejar
caer la imagen.
A
su vez, Freud insiste desde los inicios en el valor que en el sueño tiene el
relato. Propone el mecanismo de la figurabilidad como algo secundario, haciendo
prevalecer otros –condensación, desplazamiento- que pronto con Lacan
encontrarán su pleno lugar en el discurso. Resulta interesante cómo Freud nos
advierte sobre el error que significaría dejarnos llevar por el valor figural
de los signos y no por su valor signante. Entonces, leer los sueños implicará también
dejar caer la imagen, abandonar la
pretensión de un sentido dado por una imagen coherente y total para poder leer allí
las marcas y letras (Kohan, 2022, p. 29).
II
En
psicoanálisis hablamos de un cuerpo radicalmente distinto al cuerpo de la doxa.
En este salto a la “anatomía metafórica”[2]
lo que realmente nos interesa es el cuerpo como puesta en escena de lo
inconciente, que no es el que puede ser visto o mirado simplemente, sino para
el cual es necesario deponer la mirada:
se trata de un segundo movimiento, de un nuevo gesto: “se trata de cerrar los
ojos para poder leer” (Kohan, 2022, p. 61).
Este
cuerpo implica lo orgánico tomado por lo psíquico, aquel gran paso hacia la otra escena, hacia la otra cosa, “eso que hace de ese cuerpo,
otro cuerpo; esa otra escena, esa otra cosa que de ningún modo podría ser
alcanzada por la mirada” (Kohan, 2022, pp. 59). Es en esta posición subversiva que
el psicoanálisis introduce la lectura de una escritura, que pretende captar el
sentido que se fuga y los sinsentidos que acontecen.
Siguiendo
nuestro recorrido, decimos entonces -en primer lugar- que no hay cuerpo que
preexista a su escritura. Podemos decir que algo se escribe y como efecto de
esta escritura (inconciente) acontece un cuerpo, que no es el cuerpo que se ve
ni tampoco el cuerpo de la imagen, aunque no sea sin pasar por él. En este
sentido Leibson (2022) señala que “el cuerpo es un palimpsesto, una
superposición de capas de escritura que, en ciertos lugares, se hacen visibles
como imagen del cuerpo. El resto, lo no visible, lo que no se ofrece a la
mirada, es el resto de escritura que permanece mudo” (p. 30). Y para que eso hable, contamos con la potencia
poética del lenguaje (Kohan, 2022, p. 34).
Decimos
a su vez –en segundo lugar- que el cuerpo psicoanalítico no preexiste a su
lectura, que no hay cuerpo sin lectura. El inconciente escribe y lo que se
intenta es “precisar una clave de lectura (…) Sin lectura no hay inconciente
posible, que el inconciente es efecto de lectura, que no está antes” (Kohan,
2022, p. 28).
De
este modo, el cuerpo psicoanalítico implica lógicas novedosas, se hace oír, se
deja ver, se da a leer. Un cuerpo que insiste enigmático y que fundamentalmente
no precede a la lectura o a la escritura: es efecto de ambas. Así, escritura y
lectura se presentan juntas, anudadas, y las hallamos en el fundamento de la relación
entre psicoanálisis y literatura, que será intrínseca, de modo que pertenecer a
“la naturaleza misma del asunto” (Kohan, 2022, p.23).
En
esta dirección, no hay lectura ni precipitación del cuerpo si la imagen
pretende tomarlo todo. No se trata aquí de disputa de territorios, de algo así
como palabra vs imagen, sino más bien
del hecho de que la palabra misma produce un territorio, implica una dimensión
en la que el cuerpo no podrá nunca narrarse o decirse del todo La opacidad del
lenguaje hace que nuestros cuerpos nos sean inaccesibles (Kohan, 2022, p. 61).
III
Estas
afirmaciones brindan sólidos argumentos para pensar la función del diván en
psicoanálisis, que no sólo va en dirección de dar la palabra y que esa palabra no rebote con el muro de la imagen
(Kohan, 2012, p. 64), sino también de perder
la mirada precisamente para encontrarla, para leer un cuerpo. Aquella
mirada que se elude, que escapa a la
visión: la mirada es lo que se pierde en la visión[3].
En
esta dirección, Lacan dirá:
La mirada
puede contener en sí misma el objeto a
del álgebra lacaniana donde el sujeto viene a caer: el que en este caso, por
razones de estructura, la caída del sujeto siempre pase desapercibida, por
reducirse a cero, especifica el campo escópico, y engendra la satisfacción que
le es propia. En la medida en que la mirada, en tanto objeto a, puede llegar a simbolizar la falta central
expresada en el fenómeno de la castración, y en que, por su índole propia, es
un objeto a reducido a una función
puntiforme, evanescente, deja al sujeto en la ignorancia de lo que está más
allá de la apariencia. (Lacan, 2012, p. 84)
En
este sentido, el plano de la reciprocidad de la mirada y de lo mirado, más que
cualquier otro plano, funciona muy bien para el sujeto como coartada, como
pretexto. Por esto Lacan (2012) afirma que no será conveniente que nuestras
intervenciones hicieran al sujeto establecerse en ese plano. Por el contrario,
habría que truncarlo de ese punto de mirada última, que es ilusorio: “por algo no se hace el análisis cara a cara”
(p. 85). Creemos que este algo tiene
que ver precisamente con la esquizia[4]
que existe entre el ojo y la mirada, entre mirada y visión, a partir de la cual
la pulsión escópica encontrará su lugar, siendo la que elude de la manera más
completa la castración.
Queda
claro que en el espacio analítico no sólo ingresan en escena los aspectos
fenomenológicos de la percepción visual, sino otros que arrojan toda una
complejidad, a saber: lo visible, lo invisible, el verse viendo, lo que nos
mira y aquello que escapa a la posibilidad de representación pero que, sin
embargo, mira: la mancha (Ghilioni, 2019, p. 95). En el seminario XI Lacan
ubica precisamente la tyché, el punto
tíquico de la función escópica (es
decir, el punto de encuentro con lo real) en el nivel de la mancha.
Emerge
aquí una dimensión de la mirada que va más allá de la acción de ver: la mancha
como aquello que escapa a la conciencia, lo que, según Lacan, la escamotea.
Pareciera así que en sus clases sobre la mirada hay un intento lacaniano por
deslindarla de la conciencia, entendiéndola como todo un campo pulsional. Es
precisamente por este margen, por este costado escurridizo de corte, de tyché, de mancha, que deben estar dirigidas
las intervenciones del analista, y es desde allí que la escritura de un síntoma,
un cuerpo, podrá ser leído.
Si
la mirada no puede deponerse “termina siempre por contaminar la transferencia y
por impedir las ocurrencias, pero también impide, del lado del analista, leer
un cuerpo. Porque no hay lectura sin caída de la mirada (…) caída y lectura
suceden simultáneamente” (Kohan, pp. 64-65). No olvidemos a Edipo, quien
comienza a ver después de haberse arrancado los ojos; o a Tiresias, uno de los
adivinos más célebres de la mitología griega, quien precisamente fue ciego.
Lo que podemos decir es
que el psicoanalista, tal como el artista con su obra, crea un cuerpo que
estaba invisible, hace visible lo que permanecía invisible, convoca un cuerpo
que antes no estaba, o como nos dice Merleau-Ponty (1960) provoca un Unverborgenheit
de la Verbogenheit: un desocultamiento de lo oculto (p. 224). Hace
visible la mirada, hace visible lo invisible. Pero no se trata de un reverso
mecánico o de un juego de anverso y reverso: El hacer visible es captar la
fuerza, producir una invención mediante un artificio[5]. Y
nuestro artificio será la técnica psicoanalítica: la atención flotante por
parte del analista, la asociación libre del lado del analizante, y la ceguera
como uno de los modos de la abstinencia.
IV
Suspender la mirada como fenómeno de la visión abrirá la posibilidad de una lectura, la de
un órgano que no es un órgano: la creación de un lenguaje de órgano, a partir de
otro registro del mirar que tiene que ver con otro ojo. Pero… ¿qué es la
mirada? “La mirada que encuentro (…) es, no una mirada vista, sino una mirada imaginada por mí en el campo del
Otro[6]”
(Lacan 2012, p. 91). La mirada en este caso, es efectivamente presencia del Otro
en tanto tal.
En
este sentido, Leibson (2022) nos recuerda que el cuerpo sólo es cuerpo cuando
es comprometido, marcado, mortificado, por el significante (del campo del Otro);
que no es posible que haya un cuerpo más allá de la dialéctica significante, y
que entonces no podrá haber un cuerpo que no esté afectado por el cuerpo
simbólico. La paradoja es la siguiente: el cuerpo es algo perdido y olvidado
(p. 86).
Por
esto, es necesario distinguir lo que es la imagen del cuerpo o los
revestimientos narcisistas, de lo que es el cuerpo como lugar de la marca,
lugar de inscripción del (gesto del) Otro (Leibson, 2022, p. 87). Podemos
pensar entonces al diván como un artificio, aquel que nos permitirá leer de la
mejor manera posible un
cuerpo tejido de deseo y de goce:
(…) una erótica que
conformaría “una escritura en alta voz” que, lejos de comunicar o de expresar,
pondría a jugar un tono sin retroceder ante la opacidad de lo indecible (…) Un
cuerpo/texto cuyos bordes son lo que Barthes llamó “el tono de la garganta, la
oxidación de las consonantes, la voluptuosidad de las vocales, toda una
estereofonía de la carne profunda: la articulación del cuerpo, de la lengua, no
la del sentido, la del lenguaje”; una lectura que hace escuchar aquello que de
la lengua rechina, chirría, acaricia,
raspa, corta: goza. (Kohan, 2022, p. 42-43)
A partir del
desvanecimiento del ver cuando el analista puede correrse de la mira, la suspensión
de lo imaginario en el diván facilita la puesta en juego de la mirada del Otro,
los avatares de una dimensión Otra donde se constituye precisamente el lugar
simbólico donde emerge un sujeto, por excelencia (Ghilioni, 2019, p. 129).
Nos preguntamos entonces si la voz del analista, en su intrincación con la del analizante, en el dispositivo analítico, ¿podrá ser escuchada como mirada? ¿Se presenta como la escritura de un cuerpo? ¿Constituye lo que se conoce como cuerpo del analista? ¿Provoca una presencia, la del analista? Y así, en un análisis, ¿hay dos cuerpos?
[1] En el capítulo La línea y la luz del Seminario XI, Lacan realiza un interesante desarrollo sobre el cuadro de Holbein y este peculiar objeto oblicuo que se encuentra entre los dos personajes engalanados y rígidos. Para discernir la esencia del objeto es necesario un gesto: alejándonos un poco, lentamente, hacia la izquierda, volvemos luego la vista, y allí se revela el objeto mágico que flota: refleja nuestra propia nada en la figura de una calavera (Lacan, 2012, p. 100).
[2] Leibson, 2022, p. 43.
[3] En relación a este punto es interesante el artículo escrito por Rodolfo Wenger C. del 30 de Noviembre de 2018, que se encuentra en https://perspectivasesteticas.blogspot.com/2018/11/la-esquizia-del-ojo-y-la-mirada-en-j.html
[4] El vocablo esquizia, que puede tomarse en el texto de Lacan como un neologismo, arroja una articulación con el vocablo esquizofrenia, por su etimología más radical. Del griego clásico schizen, que significa dividir, escindir, hendir, separar, romper, cortar: disyunción. Existe entonces una disyunción entre el ojo y la mirada.
[5] Notas de la clase del 11 de Mayo de 2024, dictada por Dr. Carlos Kuri en la Facultad de Psicología UNR.
[6] Las cursivas me pertenecen.
***
BIBLIOGRAFÍA
Barthes, R. (1967). La muerte del autor. Revista Cuba Literaria, Volumen n° 51,
Articulo 4. http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html
Ghilioni, C. (2019). El diván en psicoanálisis. En las coordenadas del significante: la
transferencia, la pulsión escópica y la pulsión invocante [Tesis de
maestría publicada]. Universidad Nacional de Rosario.
Kohan, A. (2022). Un cuerpo al fin, Paidós.
Lacan, J. (2012). Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis, Paidós.
Leibson, L. (2022). La máquina
imperfecta. Ensayos del cuerpo en psicoanálisis, Letra Viva.
Merleau-Ponty, M. (1970). Notas de mayo de 1960, en Lo visible y lo invisible, Editorial Seix Barral.
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