De escenas de resistencia al riesgo. Una experiencia en Casa Asistida "La Correntina".
Este escrito de mi autoría fue publicado en la Revista "Relatos de la transformación. Relatos y Experiencias en Salud Mental" por el Ministerio de Salud y la Dirección Provincial de Salud mental, en Noviembre del año 2023.
Cuando comenzamos todes sabíamos que tendríamos que
asumir riesgos. Sólo que algunos nos defendíamos de lo inevitable a través del
armado de ciertas escenas de resistencia. Quizás para el equipo sea más fácil,
porque nuestra palabra es socialmente escuchada y con suerte habilitada. Pero para
los habitantes de La Correntina, el entramado de resistencias puede ser mucho
más complejo y costoso, e incluso tramitarse por otras vías: son ellos quienes
se juegan realmente la vida.
Nuestra experiencia nace junto al año 2021. Había
una casa pero estaba hecha de cuatro paredes y un techo, por lo que en un
primer momento nuestro trabajo consistió en envolverla de sentido. ¿Por dónde
comenzar, cuál iba a ser el próximo paso?
Empezamos a conectarnos con otros espacios, a armar
redes con compañeres que dentro de la provincia ya tenían algunas experiencias
en lógicas sustitutivas a la manicomial; comenzamos a encontrarnos con
trabajadores y trabajadoras de otras casas asistidas, y a sostener supervisiones
y espacios para el retrabajo: la sensación era que ellos sabían mucho y nosotros
nada.
Poco a poco comenzamos a poner en juego un saber-hacer.
Fuimos armando, y al cabo de pocos meses habíamos conformado un equipo de
trabajo, un día y un horario para el intercambio y la construcción grupal de
lineamientos clínicos para el abordaje.
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Si
aspiramos a que un diagnóstico no fortalezca al estigma, debemos vivir la
dignidad del riesgo (Basz, 2014).
En su artículo[2], Basz
(2014) nos habla de la mitología del
desvalimiento. Resulta interesante, porque esta mitología daría lugar a un
conjunto de reglas de ayuda y protección que sólo sirven para la invalidación y
la infantilización de las personas con algún problema de salud mental (p. 3).
El autor entonces se afirma en una ética implacable: propone la suposición de un momento mítico en donde
existió una conspiración entre diferentes fuerzas sociales para instruir
(nosotros preferimos decir disciplinar) al así llamado “enfermo mental” a comportarse
de una manera determinada: débil, obediente y pueril. Y su contrapartida, que
es con lo que definitivamente nos encontramos como efecto en la práctica:
rebelde, evasivo y fútil.
Estamos hablando de mito: la sobreprotección y el desvalimiento, dos caras de la misma
moneda, se fundan a partir de la ficción de una discursividad conspirativa. Al
hablar de mito se subraya lo imaginario que lo conforma, el elemento ficcional que
lo entrama; y también el relato, eso discursivo que se transmite de generación
en generación. Pero que sea imaginario o ficcional no quiere decir que no
exista. Por el contrario, existe y nos pre-existe en tanto es una discursividad
que nos consolida performáticamente. Sabemos sobre la necesidad de determinadas
intervenciones “protectoras” pero no sobre su necedad.
El mito del desvalimiento que propone Basz invita a
interrogarnos en nuestras prácticas, nos interpela en lo más íntimo de las
intervenciones, en aquello que no es malintencionado o indiferente, sino que a nuestro criterio se presenta
precisamente como un complejo entramado de resistencias ante el hecho de asumir
riesgos (necesarios, podríamos decir).
A pocos meses del nacimiento de nuestro dispositivo
y en los primeros encuentros entre los integrantes del equipo, llegó el momento
de efectuar la mudanza de los dos primeros habitantes hacia la casa. Dimos
algunos rodeos, porque en aquel momento leíamos que había puntualizaciones por
resolver previamente; que la primera mudanza significaría un gran paso, un
antes y un después para los nuevos habitantes, un antes y un después al
interior del equipo, un momento bisagra del dispositivo sustitutivo, una nueva
experiencia para un nuevo Agudo Ávila pospandemia. En definitiva, la primera mudanza
significaba un hito en general, toda una intervención, de aquellas que
conocemos como las más radicales, y fue en búsqueda de garantías que empezamos a pausar y a dilatar lo que
inevitablemente ya decantaba.
Así es que desde nuestro inconciente grupal construimos
escenas de resistencia: ¿Será necesario un nochero? ¿Qué pasa si alguno de los
habitantes se descompensa? ¿Y si les ocurre algo grave por la noche en la casa?
¿Qué les pasará a los habitantes en esta nueva etapa? ¿Cuáles serán los efectos
para ellos de vivir en un espacio no-panóptico? ¿Y si alguno de los habitantes
se va y no podemos encontrarlo? ¿Y si dejan de tomar su medicación?, ¿Qué
pasaría si retornan al hospital? ¿Será peor la frustración y complejizará las
cosas para un ulterior intento?; ¿Y si se llena la casa de gente desconocida?
¿Y si se corta la luz?
En verdad, estas eran las preguntas que al menos yo
me hacía, y algunas que intercambiábamos con los compañeros y compañeras de los
equipos. Preguntas básicas, cotidianas, relativas al temor y a su resistencia
inherente, creo yo, y que hoy podemos leer como un tiempo preliminar, que antecede a un segundo momento en el que los
riesgos se aceptan.
Este complejo entramado de preguntas, temores y
resistencias podríamos llamarlo de manera paródica complejo fóbico, cuya discursividad y evidente rodeo implica toda
una seria de parapetos, evitaciones y dilaciones que irán en pos de eludir y
esquivar el objeto fobígeno: la mudanza.
Obviamente existían razones clínicas, terapéuticas y
transferenciales para ir con cautela, motivos que leíamos y a los que
atendíamos con trabajo y esfuerzo desde el interior del equipo. Éramos
conscientes del tiempo subjetivo y singular que los procesos llevarían, y que
no es pertinente forzar o empujar el tiempo lógico de las cosas, porque eso
implica una grave consecuencia que terminaría en error. Es decir, había motivos
clínicos (de hecho había varios) para atemperar la primera mudanza, y a su vez
había un gran compromiso y una fuerte ocupación por parte del equipo -y también
del equipo ampliado- en pos del proceso que se venía sosteniendo. Sin embargo, con
el tiempo mi lectura es que las “soluciones” y respuestas a esas preguntas
convertidas en motivos que frenaban la mudanza no garantizaban nada, y que las
escenas de resistencia se instalaban allí donde la idea de la garantía todavía
era una ilusión.
Podríamos discutir si las respuestas garantizan
algo, poco o mucho, porque después de todo es verdad que hay ciertos apoyos que
garantizan movimientos transformadores, pero en definitiva la garantía que
nosotros buscábamos como equipo terapéutico y de acompañamiento convivencial para
dar el sí a la mudanza, no estaba en
ningún lado. No existía. No había garantía última y final para esta intervención
del tipo más radical: la mudanza efectiva, que a veces se leía como alta y que eso era un gran problema para
la adherencia al tratamiento en general por parte de los habitantes. Nos
encontramos con que no había garantía, que todes debíamos asumir el riesgo, y
que hay algo en el riesgo que entraña la falta de garantía: podríamos decir que
lo que funda al riesgo es precisamente su falta de garantía.
Entonces, había que asumir riesgos para encontrarnos
con algo del orden de la dignidad de un proceso de transformación, para
subjetivar una experiencia. Riesgos para habilitar allí a un sujeto, para
relanzar algo del orden del deseo, de los equipos y por supuesto de los
habitantes.
Hoy día, sabemos que en nombre de la protección se
pueden hacer muchas cosas. Lo más frecuente es que sin darnos cuenta en nombre
de la protección subestimemos la potencia de un proceso. Que exista una
dignidad que parte del riesgo, quiero decir, que la dignidad sea parte del
riesgo, nos pone en tensión por cuánto la palabra riesgo trae consigo: su historia y estigma, que no es otra cosa que
la historia sociocultural que performativamente nos programa a no querer saber
mucho sobre eso.
El riesgo y su dignidad también tensionan nuestra
posición ante aquellos apoyos y garantías que debiéramos poner al servicio del
otro ante la detección de un riesgo, es decir, pone en cuestión la existencia
de garantías y si ellas podrán o no evitar un riesgo, anticiparnos y dar
respuestas a este. La dignidad del riesgo también problematiza cuáles serán los
circuitos, las redes y apoyaturas que “garanticen” el éxito de una intervención.
Digo, es un asunto complejo el de darle lugar al riesgo y a su consecuente dignidad,
y la real subjetivación que trae consigo.
En términos de la Red Mundial de Usuarios y
Sobrevivientes de la Psiquiatría[3],
se trata de crear sólidos modelos
alternativos para una respuesta social a las personas que vivencian locura,
problemas de salud mental y trauma. Estos modelos hacen hincapié en la experiencia
en primera persona, honrando pensamientos y sentimientos, cumpliendo con
necesidades prácticas, tomando el tiempo suficiente para la solución o la
curación y ponen énfasis en la capacidad de cada persona de transformar su vida.
“Esto no es otra cosa que una crítica de la mitología del desvalimiento y
una propuesta de una ética de la confianza en sí mismo” (Basz, 2014, p. 2), y
posiblemente la dignidad y la subjetivación que la asunción del riesgo acarrea,
sea una propuesta efectiva para poner en crisis el dispositivo manicomial a
partir de nuevas aperturas. Lo que ya conocemos es lo paralizante que resulta
la seguridad de la indignidad. Ahora, debemos abrirnos hacia el movimiento transformativo
que provoca la aceptación de los riesgos.
[1] La Correntina es una casa
asistida ubicada en la ciudad de Rosario (Santa fe, Arg), en el barrio La Lata.
Pertenece al CRSM Dr. Agudo Ávila, institución monovalente con miras a la
transformación. El proyecto de la casa como dispositivo sustitutivo a la lógica
manicomial surge durante en 2020 durante la pandemia y quizás como un saber-hacer
con eso, por parte de los equipos de la institución. En Febrero del 2021, una
enfermera y yo somos convocadas para formar parte del proyecto y desde allí
comenzar a consolidar el equipo de trabajo.
[2] El artículo al que hago
referencia aquí fue escrito
por Eduardo Basz titulado La dignidad del
riesgo como antídoto al estigma. El autor es miembro del Observatorio
Dignidad sobre la aplicación la Convención de los Derechos de las Personas con
Discapacidad y de la Ley de Salud Mental.
[3] La Red Mundial de Usuarios y
Sobrevivientes de la Psiquiatría (WNUSP) es una organización internacional
que representa y está dirigida por lo que denomina "supervivientes de
la psiquiatría".
En 2003, más de 70 organizaciones nacionales eran miembros de WNUSP, con sede
en 30 países. La red busca proteger y desarrollar los derechos humanos, los derechos de las personas con discapacidad, la dignidad y
la autodeterminación de las personas etiquetadas como “enfermos mentales”.
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